viernes, 23 de agosto de 2013

Síndrome de Estocolmo

Es viernes en la noche, y aquí me encuentro otra vez, en la misma silla, ante la misma mesa que cada fin de semana, me recibe con callada paciencia.

Debería describir el entorno ideal, con comida, luz tenue, y una considerable e intensa inspiración corriendo a través de mis dedos, tecleando raudo estas palabras.

Lo único cierto, es que me acompaña un mate aguado, el último par de cigarrillos y mi computador virulento.
Al menos puedo decir que me acompaña buena música, un guitarreo constante y la voz del trovador icono de las fogatas playeras, esas donde se pasan botellas o cajas de boca en boca, y las parejas se abrazan mientras corean la única guitarra de algún chascón lanero.

Echo en falta esas reuniones pueriles y liberales. Salir por ahí a algún rincón apartado del mundo y cerquita de la Pachamama, sea un bosque, un lago o una playa solitaria. Levantar un campamento, salir por ahí a buscar leña y si tienes suerte, encontrar un par de besos en los matorrales.

Supongo que con estos fríos es mejor un lugar cerrado y acogedor, o uno de esos bulliciosos lugares de dispersión con nombre extranjero, barra de colores variados y altos precios. Sirve también la casa de un compañero bien acomedido al que no le importa limpiar a la mañana siguiente (siempre queda la caga y casi nunca ayudan a ordenar).

Vale, siento algo de envidia de aquellos seres casi élficos que siempre tienen una sonrisa por delante, como si algún dios insano de la alegría se las hubiese claveteado en el rostro. Siento un poco de envidia, pero sólo un poco, después de todo, esta melancolía crónica me permite escribir estas y otras estrofas, algún verso  medio loco, o un amasijo de ideas inconexas un viernes por la noche.

Tal cual, este suero de tristeza intravenosa me ha acompañado desde que aprendí a ir sólo al baño, al menos que yo recuerde. No digo que sea la versión (mucho más guapo y joven) de Ebenezer Scrooge, el viejo de los fantasmas de la navidad. Es sólo que me cuesta paladear la alegría de vivir, es como si al probarla se deshiciera en mi boca como un helado de agua, de esos baratos que suben a vender en las micros (¡Helado a cien!)

Al final he terminado aceptándolo, incluso siento algo de cariño, algo así como un síndrome de Estocolmo emocional. Como cuando terminas de aceptar que tus dedos son disparejos o que no naciste en Europa.

Suena una canción que me gusta "Rabo de Nube", comienza con "Si me dijeran, pide un deseo..." y adivinen, no pediría otra vida para mi.

J*




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